Hay heridas que nunca cicatrizan del todo. Todos los que seamos capaces de amar, en el amplio sentida de la palabra, tenemos escombros en la pueta de nuestra casa. Hay ventanas que nunca se llegan a abrir o nunca se llegan a cerrar, según como se mire. Aún así continuamos nuestro camino pues, al fin y al cabo, eso es vivir.
Tal vez por un acontecimiento triste, por puro agotamiento o por un sentimiento embriagador de dejar de retirar escombros, podemos despertar un día sintiendo que estamos muertos. Pero al día siguiente, o tal vez en unos días más, volvemos a intentar abrir el cielo a soplidos.
Siempre habrá alguien que nos diga: "no tienes motivos para estar triste, conozco a alguien mucho peor que tú". Y sabemos que es cierto, pero los escombros que nos pesan son los nuestros.
No busques escobas fuertes y resistentes en el supermercado, sólo con el esfuerzo de tus manos conseguirás retirar cuantas piedras se interpongan entre tu puerta y el exterior.
Y sobre todo, como diría Benedetti: si el corazón se aburre de querer, ¿para qué sirve?