Hace escasas semanas, pasé el fin de semana en el pueblo de mi padre, en plena meseta castellano-leonesa. Nos juntamos mis padres, mi hermano y demás familia. La intención era desconectar, burlar a la rutina unas horas. Reírse a su espalda.
Tras la copiosa cena del sábado regada con zumo de uvas, decidí -decidió el que viste de vinotinto- que era hora de finalizar el día rodeado de una manta como Dios manda y esperar al alba en brazos de morfeo -del gallo loco os hablaré otro día-.
Tras la copiosa cena del sábado regada con zumo de uvas, decidí -decidió el que viste de vinotinto- que era hora de finalizar el día rodeado de una manta como Dios manda y esperar al alba en brazos de morfeo -del gallo loco os hablaré otro día-.
No recuerdo muy bien el cuándo ni el por qué perdí el hábito de la lectura. Supongo que pasa como en otros tantos hobbies, aparecen y desaparecen como la luna en esas mágicas noches nubladas.
Esa noche la intuía diferente. Para empezar, no dormiría en mi habitación y me iba a perder la maravillosa vista que muestra a la luz de las estrellas el Santo Cristo iluminado en lo alto del pueblo.
Allí entré, pasadas las verticales horarias. Una habitación más grande que la mía, con dos camas de niño colocadas en vertical contra la pared vestida ésta, de azul celeste. Entre ellas, la típica mesita de noche, de color marfil. La calefacción lograba un ambiente cálido en la estancia. En la pared, encima de la mesita de noche, un póster precioso de Las Vegas anocheciendo, souvenir que se trajeron mis padres de su viaje por tierras anglosajonas. La persiana que custodiaba el balcón estaba a medio bajar y hacía que se filtrase un haz de luz que cortaba la cama donde me esperaba mi merecido descanso. Decidí dejarla así. Odio la completa oscuridad. En definitiva, una habitación y una cama desconocidas para mi.
Tras ponerme el pijama, observé encima de la mesita una pila de libros descolocada imitando los escalones de una iglesia antigua. Coronando la torre, un libro. Lo cogí y lo sopesé. Lo primero que pensé fue que pesaba mucho. Caramba, ¿ya ni recuerdas el peso de los libros? -pensé. Tenía la tapa dura como manda un buen libro, de tamaño medio y con la funda de la portada que lo cubre algo arrugada y deteriorada. Sobre ella se leía:
Esa noche la intuía diferente. Para empezar, no dormiría en mi habitación y me iba a perder la maravillosa vista que muestra a la luz de las estrellas el Santo Cristo iluminado en lo alto del pueblo.
Allí entré, pasadas las verticales horarias. Una habitación más grande que la mía, con dos camas de niño colocadas en vertical contra la pared vestida ésta, de azul celeste. Entre ellas, la típica mesita de noche, de color marfil. La calefacción lograba un ambiente cálido en la estancia. En la pared, encima de la mesita de noche, un póster precioso de Las Vegas anocheciendo, souvenir que se trajeron mis padres de su viaje por tierras anglosajonas. La persiana que custodiaba el balcón estaba a medio bajar y hacía que se filtrase un haz de luz que cortaba la cama donde me esperaba mi merecido descanso. Decidí dejarla así. Odio la completa oscuridad. En definitiva, una habitación y una cama desconocidas para mi.
Tras ponerme el pijama, observé encima de la mesita una pila de libros descolocada imitando los escalones de una iglesia antigua. Coronando la torre, un libro. Lo cogí y lo sopesé. Lo primero que pensé fue que pesaba mucho. Caramba, ¿ya ni recuerdas el peso de los libros? -pensé. Tenía la tapa dura como manda un buen libro, de tamaño medio y con la funda de la portada que lo cubre algo arrugada y deteriorada. Sobre ella se leía:
La sombra del viento
En este periodo de lectura sabático, aparte de perder el hábito de la lectura he perdido, muy a mi pesar, el conocimiento de los autores de moda y los nóveles que aparecen revolucionando el mercado literario, sus tendencias y cuales son best sellers en la actualidad.
Por tanto, desconocía en ese momento, el monumento en tinta escrita que sopesaba mi mano. Me recosté en la cama y me decidí, merced a ese libro desconocido para mi, recobrar esa vieja y única sensación de abandonarse por completo a algo, en este caso, a la lectura. De descender a ese maravilloso mundo mágico que sólo es capaz de crear un libro. Dimitir en el pensamiento más absurdo y dar paso a la imaginación. Simplemente, leer.
Letra a letra, frase a frase, durante esa noche recordé lo maravillosa de esa sensación. Con que facilidad uno olvida ciertos hábitos saludables, pero a la vez, no tiene reparos en adentrase en otros menos lucrativos para la mente.
Dos semanas y media después, sobrepasando ya las dos de la madrugada y encogido en físico y alma bajo la tímida luz de la lámpara de mi mesita de noche, esta vez en Madrid, terminaba completamente encogido y emocionado su lectura.
Confieso que no fue una buena noche la de ante ayer, sabía que iba a dormir poco y mal y, decidí elegir ese momento para acabar el libro. Soy de esos –otra rareza más de aquí un servidor- que necesita terminar un libro eligiendo un momento especial, que se cumplan ciertos ingredientes. Soledad y tranquilidad como ejemplos. Siento que le debo al libro y a su autor eso. Por lo que me ha hecho disfrutar y sentir durante su lectura, por haberme conectado con mi imaginación. Dedicar en cada final de libro los cinco sentidos. Disfrutar y vivir ese momento no de cualquier manera, sino de una manera especial.
Pese a mi ánimo, ante anoche presentí que era un momento ideal para terminar el libro e intuí que acabarlo me tranquilizaría. Lo consiguió.
Un jovenzuelo con una energía, nobleza y curiosidad parecida a la mía -jeje- se adentra en la frenética búsqueda del paradero de un escritor del que queda maravillado tras leer una novela suya. Amor, amistad y sobretodo, lo más maravilloso para mí, un romanticismo genial.
La moraleja del libro es aplastante. Arriesgar por lo que queremos, luchar por ello y que no nos lo arrebate nada ni nadie por nada del mundo.
Tras esta historia sobre como llegué a este libro, tengo mi moraleja particular. No sabemos que hay detrás de cada puerta, cualquier detalle por insignificante que parezca puede hacernos cambiar de rumbo, y de vida. Y no hay que tener miedo de lo que nos deparen estos giros. Hay que enfrentarse a ellos con valentía y sobretodo, con ilusión. La lectura de esta maravillosa novela, tan inesperada, tan no buscada...
Por tanto, desconocía en ese momento, el monumento en tinta escrita que sopesaba mi mano. Me recosté en la cama y me decidí, merced a ese libro desconocido para mi, recobrar esa vieja y única sensación de abandonarse por completo a algo, en este caso, a la lectura. De descender a ese maravilloso mundo mágico que sólo es capaz de crear un libro. Dimitir en el pensamiento más absurdo y dar paso a la imaginación. Simplemente, leer.
Letra a letra, frase a frase, durante esa noche recordé lo maravillosa de esa sensación. Con que facilidad uno olvida ciertos hábitos saludables, pero a la vez, no tiene reparos en adentrase en otros menos lucrativos para la mente.
Dos semanas y media después, sobrepasando ya las dos de la madrugada y encogido en físico y alma bajo la tímida luz de la lámpara de mi mesita de noche, esta vez en Madrid, terminaba completamente encogido y emocionado su lectura.
Confieso que no fue una buena noche la de ante ayer, sabía que iba a dormir poco y mal y, decidí elegir ese momento para acabar el libro. Soy de esos –otra rareza más de aquí un servidor- que necesita terminar un libro eligiendo un momento especial, que se cumplan ciertos ingredientes. Soledad y tranquilidad como ejemplos. Siento que le debo al libro y a su autor eso. Por lo que me ha hecho disfrutar y sentir durante su lectura, por haberme conectado con mi imaginación. Dedicar en cada final de libro los cinco sentidos. Disfrutar y vivir ese momento no de cualquier manera, sino de una manera especial.
Pese a mi ánimo, ante anoche presentí que era un momento ideal para terminar el libro e intuí que acabarlo me tranquilizaría. Lo consiguió.
Un jovenzuelo con una energía, nobleza y curiosidad parecida a la mía -jeje- se adentra en la frenética búsqueda del paradero de un escritor del que queda maravillado tras leer una novela suya. Amor, amistad y sobretodo, lo más maravilloso para mí, un romanticismo genial.
La moraleja del libro es aplastante. Arriesgar por lo que queremos, luchar por ello y que no nos lo arrebate nada ni nadie por nada del mundo.
Tras esta historia sobre como llegué a este libro, tengo mi moraleja particular. No sabemos que hay detrás de cada puerta, cualquier detalle por insignificante que parezca puede hacernos cambiar de rumbo, y de vida. Y no hay que tener miedo de lo que nos deparen estos giros. Hay que enfrentarse a ellos con valentía y sobretodo, con ilusión. La lectura de esta maravillosa novela, tan inesperada, tan no buscada...
Creo sinceramente que no podría encontrar un libro mejor para engacharme a la lectura de nuevo. Aquí un ejemplo de lo que no buscamos y encontramos. Casualidades de la vida...
¿O no?