A lo largo de mi vida, mis
monstruos iban apareciendo de vez en cuando, poco a poco y sin grandes alardes.
Más o menos les tenía controlados, sabía que llegarían, me asustarían y, al
poco tiempo, se marcharían sin dejar demasiado destrozo en mi casa.
- ¡Bah! - pensaba- mañana se
habrán aburrido y volverán a su cajón.
Pero un día todo cambió y
volvieron para quedarse. Todo era desorden y desconcierto. Sus gritos y golpes
no me dejaban conciliar el sueño. Los domingos, no sé a día de hoy el motivo,
montaban fiestas monstruosas que me tenían en jaque todo el día.
Salía de casa sólo para intentar
olvidar que estarían allí cuando llegase, asustándome más que nunca. Me
impregnaban sus aullidos, sus plegarias lúgubres y tenebrosas.
Una mañana cualquiera de mayo
decidí que tenía que decirles lo mucho que me estaban complicando la vida y lo
mucho que había cambiado y destrozado mi casa, así que les invité a desayunar.
Llegaron puntuales, más fétidos y feos que nunca. Pero mantuve la calma y les
serví café recién hecho con una napolitana de chocolate. Les pregunté el por
qué se comportaban así conmigo, y me contestaron sencillamente que ellos eran
monstruos, pero que el miedo provenía de mí y, por tanto, el sufrimiento que me
laceraba no era culpa de ellos. En ese momento me parecieron menos grandes,
menos feos e incluso empezó a no desagradarme el olor a almizcle que desprendían.
Entonces les miré más pausadamente y, audazmente, toqué con las puntas de mis
dedos a uno de ellos. Estaba suave como un gato. No era negro ni gris, era de
un verde esmeralda brillante y limpio. Y no me pareció grande, más bien de un
tamaño apropiado para salir a jugar con él por la nieve. Giré la cabeza para
mirar al otro monstruo y éste era aún más simpático. Tenía unas pecas graciosas
y unos ojos redondos y brillantes que impulsaban a esbozar una sonrisa.
Terminamos el desayuno y decidimos salir a pasear los tres juntos. Les saqué
del cajón de donde salían y entraban y les expuse al resto de la humanidad.
Creo que nos lo pasamos bien.
Ahora vienen muy a menudo a
desayunar conmigo. Hay veces que siguen asustándome pues, al fin y al cabo, son
monstruos, pero pronto les aplaco con una napolitana de chocolate y charlamos
hasta la hora del almuerzo.
Hace poco, antes de que se
marcharan hasta el próximo día, pregunté al monstruo de las pecas:
- Y si un día me abandonáis y
otros monstruos ocupan vuestro lugar, ¿qué haré?
Me miró fijamente, y en voz
susurrante como para que nadie más pudiera escucharlo me dijo:
- Siempre que consigas que el árbol
eche raíces, muy pronto verás las flores.
Mis monstruos han dejado de
condicionar mi vida. Espero que no se enfaden si un día me despido de ellos
para siempre.
Una de tus mejores entradas, sin duda. Hablar de problemas de una manera tan natural y simpática. No ha sido fácil. Ya sabes que en esos desayunos estoy de mil maneras a tu lado.
ResponderEliminarValiente, que eres una valiente.