Durante aquella mañana la canción se le repitió en la cabeza varias veces, ese ¡¡oyoiyoiyoioyoyoyoyo!! le retumbaba en la cabeza como el golpear de un martillo. Todavía se veía junto a su compañero de trabajo encima de esa mesa de vete a saber dónde gritando, ¡Danza Kuduuuuro!. Pero a la vez, ese soniquete le animaba y le hacía estar en plenas facultades festivas para la noche, ¡y qúe noche!.
Era una mañana muy fría, ideal para sacar su bufanda roja de ochos, un regalo de su madre hace ya tres inviernos. El sol del invierno de Madrid, que es poco más que el agua para el desierto, le recibió a su encuentro con la calle con los brazos abiertos. Su mirada, tras haber estado apagada días atrás, se activó. Aquel paseo matutino, le preparó para afrontar la noche con ganas, ¡y qué noche!.
Fueron pasaron las horas y el sol se fue despidiendo. Ese mismo sol del invierno de Madrid, tan activo hace apenas unas horas, se iba apagando en un atardecer lleno de nostalgia. Se fue con mucho sigilo. Su tiempo ya pasó, era el tiempo de la noche, tiempo para otra de esas noches cerradas de invierno, con su maravilloso y eterno vao. Empezaba pues una noche especial, ¡y qué noche!.
Fueron pasaron las horas y el sol se fue despidiendo. Ese mismo sol del invierno de Madrid, tan activo hace apenas unas horas, se iba apagando en un atardecer lleno de nostalgia. Se fue con mucho sigilo. Su tiempo ya pasó, era el tiempo de la noche, tiempo para otra de esas noches cerradas de invierno, con su maravilloso y eterno vao. Empezaba pues una noche especial, ¡y qué noche!.
Antes de acudir al lugar de la celebración fue necesaria una ducha para calentar sus fríos y helados pies y, de paso, espabilar esas facultades festivas que tanto iba a necesitar. En su particular libro de la vida venía escrita la palabra diversión para esa noche, ¡y qué noche!.
Apenas había que andar una manzana para llegar a casa de su tía, lugar de esa celebración. La noche, ya dueña, le acompañó en el trayecto. La verdad es que poco a poco le fue ganando esa noche, ¡quién se lo iba a decir!. Besos por allí, otros tantos abrazos por allá e historias que contar y risas, muchas risas. Fue la previa deseada de esa noche, ¡y qué gran noche!.
Y entonces, cuando allí estaban todos, alrededor de una enorme mesa, le desapareció ese aire de festividad y una tristeza súbita le aplastó. Necesitaba espacio, y aire, kilos de aire. Las sillas vacías, y con ellas, sus recuerdos. El anhelo de ciertas miradas...
Pero cuando todo se hacía cuesta arriba, cuando la deseada festividad se nublaba, apareció el tacto de una mano irrepetible, unido ésta, a la firmeza de esa mirada sublime que te abraza...
No era entonces el fin de esa noche. La Nochebuena, con sus recuerdos, sus miradas, sus risas, sus excesos y...¡su chinchón! -¡Menos diez!
¡Y qué noche!
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